lunes, marzo 17

Cap. X - Ardiente paciencia

Al abrir la puerta del galpón, supo distinguir entre las confusas redes al cartero sentado sobre un banquillo de zapatero, el rostro azotado por la luz naranja de una lamparilla de petróleo. A su vez, Mario pudo identificar, convocando la misma emoción de entonces, la precisa minifalda y la estrecha blusa de aquel primer encuentro junto a la mesa del futbolito. Como concertados con su recuerdo, la muchacha alzó el oval y frágil huevo, y tras cerrar con el pie la puerta, lo puso cerca de sus labios. Bajándolo un poco hacia sus senos lo deslizó siguiendo el palpitante bulto con los dedos danzarines, lo resbaló sobre su terso estómago, lo trajo hasta el vientre, lo escurrió sobre su sexo, lo ocultó en medio del triángulo de sus piernas, entibiándolo instantáneamente, y entonces clavó una mirada caliente en los ojos de Mario. Éste hizo ademán de levantarse, pero la muchacha lo contuvo con un gesto. Puso el huevo sobre la frente, lo pasó sobre su cobriza superficie, lo montó sobre el tabique de la nariz y al alcanzar los labios se lo metió en la boca firmándolo entre los dientes.

Mario supo en ese mismo instante, que la erección con tanta fidelidad sostenida durante meses era una pequeña colina en comparación con la cordillera que emergía desde su pubis, con el volcán de nada metafórica lava que comenzaba a desenfrenar su sangre, a turbarle la mirada, y a transformar hasta su saliva en una especie de esperma. Beatriz le indicó que se arrodillara. Aunque el suelo era de tosca madera, le pareció una principesca alfombra, cuando la chica casi levitó hacia él y se puso a su lado. Un ademán de sus manos le ilustró que tenía que poner las suyas en canastilla. Si alguna vez obedecer le había resultado intragable, ahora sólo anhelaba la esclavitud. La muchacha se combó hacia atrás y el huevo, cual un ínfimo equilibrista, recorrió cada centímetro de la tela de su blusa y falda hasta irse a apañar en las palmas de Mario. Levantó la vista hacia Beatriz y vio su lengua hecha una llamarada entre los dientes, sus ojos turbiamente decididos, las cejas en acecho esperando la iniciativa del muchacho. Mario levantó delicadamente un tramo el huevo, cual si estuviera a punto de empollar. Lo puso sobre el vientre de la muchacha y con una sonrisa de prestidigitador lo hizo patinar sobre sus ancas, marcó con él perezosamente la línea del culo, lo digitó hasta el costado derecho, en tanto Beatriz, con la boca entreabierta, seguía con el vientre y las caderas sus pulsaciones. Cuando el huevo hubo completado su órbita el joven lo retornó por el arco del vientre, lo encorvó sobre la abertura de los senos, y alzándose junto con él, lo hizo recalar en el cuello. Beatriz bajó la barbilla y lo retuvo allí con una sonrisa que era más una orden que una cordialidad. Entonces Mario avanzó con su boca hasta el huevo, lo prendió entre los dientes, y apartándose, esperó que ella viniera a rescatarlo de sus labios con su propia boca. Al sentir por encima de la cáscara rozar la carne de ella, su boca dejó que la delicia lo desbordara. El primer tramo de su piel que untaba, que ungía, era aquel que en sus sueños ella cedía como el último bastión de un acoso que contemplaba lamer cada uno de sus poros, el más tenue pelillo de sus brazos, la sedosa caída de sus párpados, el vertiginoso declive de su cuello. Era el tiempo de la cosecha, el amor había madurado espeso y duro en su esqueleto, las palabras volvían a sus raíces. Este momento, se dijo, éste, este momento, este este este este este momento, este este este momento, éste. Cerró los ojos cuando ella retiraba el huevo con su boca. A oscuras la cubrió por la espalda mientras en su mente una explosión de peces destellantes brotaban en un océano calmo. Una luna inconmensurable lo bañaba, y tuvo la certeza de comprender, con su saliva sobre esa nuca, lo que era el infinito. Llegó al otro flanco de su amada, y una vez más prendió el huevo entre los dientes. Y ahora, como si ambos estuvieran danzando al compás de una música secreta, ella entreabrió el escote de su blusa y Mario hizo resbalar el huevo entre sus tetas. Beatriz desprendió su cinturón, levantó la asfixiante prenda, y el huevo fue a reventar al suelo, cuando la chica tiró de la blusa sobre su cabeza y expuso el dorso dorado por la lámpara de petróleo. Mario le bajó la trabajosa minifalda y cuando la fragante vegetación de su chucha halagó su acechante nariz, no tuvo otra inspiración que untarla con la punta de su lengua. En ese preciso instante, Beatriz emitió un grito nutrido de jadeo, de sollozo, de derroche, de garganta, de música, de fiebre, que se prolongó unos segundos, en que su cuerpo entero tembló hasta desvanecerse. Se dejó resbalar hasta la madera del piso, y después de colocarle un sigiloso dedo sobre el labio que la había lamido, lo trajo húmedo hasta la rústica tela del pantalón del muchacho, y palpando el grosor de su pico, le dijo con voz ronca:

-Me hiciste acabar, tonto.

Antonio Skármeta.

3 comentarios:

Bárbara.- dijo...

qué grande el hno de Ale que me prestó el libro!!!!!

Caracol y amigxs dijo...

jajjajajajajajaja

re pasion!!!!

Bárbara.- dijo...

JAJAQJAJ
amiga, sos la única que visitás mi página(L)