viernes, marzo 14

Cap. I - Siddhartha


Siddharta conocía a muchos brahmanes venerables, sobre todo a su padre, el puro, el sabio, el más reverenciado. Su padre era digno de admiración; su comportamiento resultaba sosegado y noble, su vida era pura, su palabra sabia, los pensamientos de su frente delicados y aristocráticos. Pero él, que sabía tanto, ¿vivía en la bienaventuranza, tenía la paz? ¿Acaso no era también uno de los que buscan siempre, sedientos? ¿No necesitaba beber continuamente en las fuentes sagradas, en los sacrificios, en los libros, en los diálogos con los brahmanes? ¿Por qué él, que era irreprochable, tenía que lavar diariamente sus pecados, esforzarse cada día en la purificación, repetirla cotidianamente? ¿No estaba el atman en él, no fluía la primera fuente de su propio corazón? ¡Esa primera fuente debía, tenía que encontrarse en el propio yo! ¡Era necesario poseerla! Todo lo restante era una simple búsqueda, un rodeo, un desvarío. Tales eran los pensamientos de Siddharta. Esa era su sed, su sufrimiento. A menudo pronunciaba las palabras de un Chandogya-Upanishad:
-Quizás el nombre del brahmán sea Satyam... Quién lo sabe con certeza entra diariamente en el mundo celestial.
Siddharta parecía estar a menudo cerca del mundo celeste, pero nunca lo había alcanzado completamente, jamás había saciado la última sed. Tampoco ninguno de todos los más sabios que Siddharta conociera, y de cuyas enseñanzas disfrutó, había conseguido ese mundo celestial que apaga la sed eterna para siempre.
-Govinda -dijo Siddharta a su amigo-, Govinda, ven conmigo a la higuera de los banianos.
Tenemos que practicar el arte de la meditación.
Se fueron a la higuera de los banianos. Se sentaron. Aquí Siddharta y veinte pasos más allá
Govinda. Acomodado y dispuesto a decir el Om, Siddharta repitió el verso murmurando:
.
Om es el arco, la flecha, es el alma,
la meta de la flecha es el brahmán,
al que sin cesar se debe alcanzar.

.
Cuando había pasado el tiempo acostumbrado para el ejercicio del arte de ensimismarse, Govinda se levantó. Se había hecho tarde; ya era la hora de efectuar la ablución de la noche. Llamó a Siddharta por su nombre. Siddharta no contestó. Siddharta se hallaba sentado, con la mirada fija en una meta lejana, con la punta de la lengua saliendo un poco entre los dientes; parecía que no respiraba. Así sentado, logrado el arte de ensimismarse, pensaba en el Om, enviaba su alma como una flecha hacia el brahmán.
Un día, por la ciudad de Siddharta pasaron unos samanas, ascetas peregrinos; eran tres hombres
enjutos y apagados, ni viejos ni jóvenes, con hombros ensangrentados y llenos de polvo, casi desnudos, quemados por el sol, rodeados de soledad, forasteros y enemigos del mundo, extraños y flacos chacales en un reino de hombres. Tras ellos venía un ardiente hálito de silenciosa pasión, de servicio destructivo, de despersonalización implacable. Por la noche, después de la hora de la contemplación, Siddharta declaró a Govinda:
-Mañana de madrugada, amigo, Siddharta irá con los samanas. Será un nuevo samana.
Govinda palideció al oír tales palabras y al leer en la cara inmóvil de su amigo aquella decisión imposible de desviar, como la flecha disparada por el arco. De pronto, y con la primera mirada, Govinda se dio cuenta: esto es sólo el principio; ahora Siddharta iniciará su camino, ahora empieza a despertar su destino. Y con el suyo, también el mío. Y se tomó lívido como la piel seca de un plátano.

Hermann Hesse

1 comentario:

Caracol y amigxs dijo...

Ese libro es una cuenta pendiente, amiga!

Ya lo vamos a comentar...

Te amo.